No hay otra vía que el crecimiento
Alemania está sufriendo por protestas y una sensación de malestar no vistas en décadas. La explicación está en el estancamiento del poder adquisitivo y las malas respuestas del gobierno.
Este es un post algo atrasado por los acontecimientos ocurridos en Ecuador la última semana. Escribí sobre el “conflicto armado interno” ecuatoriano en un largo artículo para DFMAS. Así que pensé que era mejor continuar con mi plan original para este espacio.
Hay una noticia que fuera de Europa tuvo poca relevancia en la agenda: La huelga de granjeros en Alemania. Los bloqueos comenzaron el lunes 8 de enero y se extendieron por una semana.
El análisis simple indica que se trata de una huelga desatada por el rechazo de los agricultores al fin del subsidio al diésel. A eso hay que agregar la presión que enfrentan para adoptar nuevas maquinarias y tecnologías menos contaminantes, a una velocidad no vista en ningún otro país.
Pero esto no explicaría el apoyo generalizado a las protestas. Una encuesta de la consultora Forsa indica que el 80 por ciento de los alemanes apoya las demostraciones y huelga. Curiosamente, el mismo porcentaje que en una encuesta de la red pública ARD desaprobó la gestión del canciller Olaf Scholz.
Hay tres elementos que explican este rechazo a la gestión del gobierno socialdemócrata-verde (SPD, Die Grüne, FPD): políticas públicas aceleradas, falta de crecimiento, radicalización política.
Dejemos afuera el primer factor, porque creo que también es consecuencia del siguiente. La mejor muestra de ello fue la decisión de desviar 60 mil millones de euros de un fondo adoptado para enfrentar el Covid-19 para financiar los costos de la transición energética, o -para ser más honestos- financiar el creciente gasto fiscal. La medida no fue bien pensada y el Tribunal Constitucional vetó la decisión, dejando al gobierno de Scholz desesperado por tapar el creciente déficit en las cuentas públicas.
De ahí la decisión de eliminar en un solo paso subsidios y elevar impuestos. A partir de este año, en Alemania se eliminarán las medidas que se adoptaron durante lo peor de la pandemia de Covid-19 y el alza de los combustibles por la invasión de Rusia en Ucrania. Por ejemplo, se elimina el techo al precio del gas para la calefacción, el costo del CO2 (y por tanto de los combustibles) subirá en 50%, se retira el subsidio para los vehículos eléctricos y el IVA vuelve a 19% para productos y servicios como los restaurantes.
Todas estas medidas habían sido financiadas con déficit fiscal. Algo impensable para el país del “schwarze Null” o “cero negro”, en referencia a un balance contable que era la meta, obsesión y orgullo de los gobiernos y votantes alemanes desde su introducción en 2009.
Sin embargo, la balanza fiscal de Alemania es negativa desde 2020, y si las proyecciones del FMI se cumplen, se mantendrán así al menos hasta 2028.
Este déficit no sería un problema si la economía acelerara su crecimiento. Sin embargo, Alemania ha crecido en promedio 1% anual desde hace una década. Es más, si nos enfocamos en los últimos cinco años, prácticamente está estancada.
El estancamiento se refleja en los salarios. Aunque en lo nominal, el salario promedio en Alemania aumentó un 8% desde 2019, cuando se ajusta la cifra por inflación, la tasa de expansión es de 0,1%.
Sumen a los salarios una economía en recesión, y con una población que crece por la llegada de inmigrantes que demandan, precisamente más gasto fiscal: transferencias directas, subsidios, vivienda, médicos, profesores, entrenamiento laboral, cursos de alemán, etc…
Al mismo tiempo, la economía sufre el impacto del fin de su modelo: exportar maquinaria y manufacturas, aprovechando el gas barato de Rusia. Ni el gas está disponible, ni la demanda de China o global permiten sostener este modelo.
Aunque no le guste escuchar esto a los Verdes ni a la élite alemana: El país no está en posición de abanderarse del “de-growht”. Al igual que países emergentes, Alemania necesita acelerar su crecimiento de la mano de la inversión. Pero es difícil planificar inversiones en un ambiente de incertidumbre económica y de políticas públicas.
Esto nos lleva a nuestro tercer punto: la radicalización. Para el gobierno de Scholz y, especialmente para los Verdes, todo el que apoya o participa de las protestas es simpatizante de la “extrema derecha”. Lo coloco entre comillas, porque me pregunto quién califica qué es lo extremo. En algunos países latinoamericanos, algunas ideas del AfD (Alternative Für Deutschland) serían parte de la agenda de derecha conservadora a la que estamos acostumbrados.
El gobierno de Scholz hace mal en radicalizar el escenario político. Ya EEUU vio llegar a Donald Trump al poder por el mismo efecto de las élites demócratas de despreciar las quejas de un sector grande de la población como “idiotas” o “fanáticos”.
Las últimas encuestas muestran que, si las elecciones fueran hoy, AfD sería la segunda fuerza política en Alemania, con 22% de los votos. Para que se hagan una idea del cambio radical que esto significa: Hace una década quien apoyaba a este partido arriesgaba ser despedido de su trabajo o ver incendiado su auto en la madrugada fuera de su casa (conozco casos personalmente).
El primer partido sería la coalición demócrata-cristiana CDU/CSU, que retoma el liderazgo tras volver a sus raíces conservadoras y alejarse del discurso de Ángela Merkel (quien es socialista verde de corazón).
Las protestas cumplieron una semana. Pero no serán las últimas. Como escuché a un granjero decir entrevistado por la televisión: “No descansaremos hasta que se vaya este gobierno”.